sábado, 15 de septiembre de 2007

Próximas actividades

¡Están todos invitados al Foro !









(click para ver bien)

Y también a la exposición de arte y ciencia, a realizarse la semana de la No violencia (el 2 de octubre la ONU declaró el Día de la No Violencia, en homenaje al nacimiento de Gandhi) en el pabellón 3 de Ciudad Universitaria:













"Quien acepta pasivamente el mal es tan responsable como el que lo comete. Quien ve el mal y no protesta, ayuda a hacer el mal". (Martin Luther King).
Tomamos esta frase como disparador de esta exposición, porque consideramos que es tan perjudicial el "hacer" como el "no hacer" cuando desfavorece la evolución, transformación y diversidad humana. Por eso creemos que desde nuestro saber, desde nuestros conocimientos podemos intencionar la construcción de un mundo de estas características; pero para poder llevar a cabo una acción hay que idearla, elaborarla, porque sabemos que no se puede construir aquello que no se puede imaginar. Esta exposición es el primer paso para salir de esa pasividad que nos fue legada por una sociedad que nos prefiere así, en ese estado. Para cambiar el rumbo de los acontecimientos, nos comprometemos a que lo aprendido sea usado a favor de la vida.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Compromiso ético fundamental

A continuación, dejo el compromiso que compusimos inspirándonos en la conferencia de Salvatore Pulleda.


Por ahora lo estamos proponiendo a estudiantes, docentes, investigadores, graduados, etc, de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires.



Compromiso ético fundamental

"[...] las guerras no son un fenómeno "natural" e inevitable, sino el resultado de elecciones hechas por seres humanos concretos; de elecciones hechas por tantos científicos y técnicos que no han dicho NO ante el uso destructivo de sus conocimientos; de lecciones hechas por políticos, militares, industriales que han enmascarado o tergiversado la verdad acerca de la guerra y de las armas, que han encubierto sus ambiciones, sus deseos de poder y dinero con palabras tales como "patria", "dios", "libertad", "cultura", "civilización", "futuros valores", etc.

En realidad, una enorme responsabilidad recae sobre los científicos y los técnicos. Si ellos pudieran decir No a la utilización destructiva de la ciencia, si se creara un gran movimiento en contra de las armas y las guerras emanado de las universidades y centros de investigación de todo el mundo, entonces, los políticos y los militares tendrían un espacio muy reducido para aventuras bélicas de cualquier tipo [...]"

Conferencia de S. Pulleda, Un compromiso ético para los científicos. Universidad de California, Berkeley, EEUU. 3 de octubre de 1996.

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Nosotros, profesores, estudiantes, científicos, profesionales de distintas carreras, de distintas universidades en distintos lugares del mundo.

Comprendemos que la violencia y la guerra han estado arraigadas por demasiado tiempo.

Comprendemos que la responsabilidad del científico de diseña y construye un arma, no es menor que la del político que declara la guerra, ni de quien la justifica ideológicamente. Tampoco es menor la responsabilidad de quienes inventan nuevos medios a fin de manipular, acallar, atormentar la conciencia de los pueblos. Comprendemos que si bien la guerra mata, la indiferencia y la manipulación también.

Por ello, nos comprometemos públicamente a no poner nunca nuestros conocimientos a favor de la guerra, la destrucción, la manipulación, el egoísmo y la opresión.

No pondremos nuestros conocimientos a favor de cualquier causa que propicie un valor más alto que la vida.

En cambio nos comprometemos a poner nuestros conocimientos al servicio de la justicia y la reconciliación, para aliviar la fatiga y el hambre, el dolor y el sufrimiento de la Humanidad, para arrancar la mordaza de la boca de los oprimidos, para darles voz y darles confianza.

Nos comprometemos a usar nuestros conocimientos solo y exclusivamente para vencer el dolor y el sufrimiento, para humanizar la tierra.



























lunes, 10 de septiembre de 2007

Un compromiso ético para los científicos - Conferencia de Salvatore Pulleda

Conferencia Preliminar de Científicos
por “Un Mundo sin Guerras”
International House
University of California at Berkeley, USA
3 de octubre de 1996
Deseo, en primer lugar, agradecer a la International House por haber acogido esta presentación de la Campaña “2000 Sin Guerras” de la asociación Mundo sin Guerras y a todos los presentes por estar hoy aquí con nosotros.
Como mencionó la persona que me presentó, mi educación académica ha sido científica; soy un químico que durante muchos años ha trabajado en el ámbito de la salud, más precisamente, en el campo del control de la contaminación atmosférica, en una de las más grandes instituciones públicas de investigación en Italia, el Instituto Superior de la Salud en Roma.
Debo añadir, sin embargo, que durante toda mi carrera como investigador, a la par con mi interés en la vida de laboratorio y en la solución de problemas específicos, siempre he tenido un interés especial por un tema en particular —el del uso social de la ciencia — tema que nos lleva a la inquietud básica de esta conferencia: las guerras y los medios a utilizar para erradicarlas definitivamente de la historia de la humanidad.
Las guerras se combaten con armas y siempre hay “alguien” que inventa, planea y construye estas armas. En la era de la técnica, aquella en la que nos ha tocado vivir, ese “alguien” son científicos e investigadores: físicos, químicos, biólogos, ingenieros, etc. quienes trabajan en alguna institución de esos complejos industriales militares que hoy en día han construido todos los países, no sólo los países industrializados.
Aún más, en la actualidad, la investigación técnica y científica y la investigación militar van de la mano. Parece que, durante las últimas décadas, la investigación civil se ha desarrollado a la sombra de la investigación militar y que gran parte de la tecnología y de los productos que se convierten en elementos esenciales de nuestra vida cotidiana no son otra cosa que adaptaciones de descubrimientos hechos con objetivos bélicos.
En este sentido, la responsabilidad de los científicos respecto a las guerras y las armas ciertamente no es menor que la responsabilidad de los políticos e industriales que proyectan y financian las investigaciones con fines militares.
Lamentablemente, la conciencia de esta responsabilidad no ha sido, y hasta ahora no es, un valor consolidado de la comunidad científica internacional. Si me lo permiten, quisiera ilustrar este punto con un par de anécdotas biográficas en las cuales, creo, podrán reconocerse muchas personas de mi generación que recibieran una educación científica.
En 1969 estudiaba química en la Universidad de California en San Diego. Aquellos eran los días de la guerra de Vietnam. En la universidad reinaba la tensión, y los estudiantes continuamente hacían demostraciones. Uno de los eventos académicos del semestre fue el seminario dictado por Melvin Calvin, uno de los genios de la química de esos tiempos y ganador del Premio Nobel, quien había abierto, gracias a sus descubrimientos, un nuevo campo de investigación, la fotoquímica. Pero el Profesor Calvin también era asesor del ejército de los Estados Unidos respecto a la aplicación bélica de los defoliantes que habían sido desarrollados gracias a sus investigaciones. Como ustedes bien recordarán, los defoliantes son substancias que, cuando se rocían desde lo alto —por ejemplo, desde un helicóptero— pueden destruir miles de acres de bosques tropicales, haciendo que las hojas caigan, y producir horribles llagas en la piel de seres humanos y animales. Hasta la fecha, no se ha evaluado el desastre ecológico —mencionar el sufrimiento humano— causado por el uso de dichos defoliantes en el Sudeste de Asia.
Varios estudiantes preguntaron al gran científico qué pensaba acerca del uso bélico de sus descubrimientos y cómo podía aceptar moralmente el realizar investigaciones para mejorar la eficiencia de un arma tan devastadora como son los defoliantes. El gran científico contestó que las guerras siempre habían existido, que el uso que se daba a sus descubrimientos no era asunto suyo, que él necesitaba fondos para poder continuar con sus investigaciones y que el ejército le proveía de fondos. Como la ciencia tenía que avanzar a cualquier costo, él no tenía problema moral alguno.
Después de terminar la universidad y de haber regresado nuevamente a Italia, fui reclutado en la Fuerza Aérea como oficial de complemento. Como se acostumbra para con los graduados de las disciplinas científicas, fui enviado a los servicios técnicos y, después de terminar un curso, pasé a ser teniente de radar-misiles. Se me envió a una base de la OTAN en el norte de Italia. Era una caverna gigantesca excavada en una montaña, donde una gran pantalla larga cuanto la caverna mostraba todo el cielo europeo, desde los Urales hasta el Atlántico. Cualquier aeroplano que despegara dentro del espacio de los países del Pacto de Varsovia era interceptado y seguido por los radares. Si luego cruzaba una cierta línea a una cierta velocidad y no respondía a las señales de identificación que se le enviaban, se lo consideraba un avión enemigo. Entonces, una computadora —una de las primeras computadoras— calculaba su ruta en base a los datos de los radares e inmediatamente le apuntaba un misil que, según el caso, podía ser convencional o nuclear. Eran épocas de considerable tensión entre el Occidente y la URSS y, fuera de la base se daban constantes demostraciones pacifistas contra el uso de armas nucleares. Ante estas demostraciones, la aviación militar italiana siempre respondía con comunicados de prensa que insistían que las bases de la OTAN en Italia no tenían misiles nucleares. En una de esas ocasiones, notando mi desconcierto, el coronel que comandaba mi unidad, que era un físico, me dijo: “Teniente, en estos asuntos, uno nunca puede decir la verdad”.
En ese momento mi educación en el campo de las armas y la guerra estaba practicamente completa. Había aprendido los elementos fundamentales: el primero, que uno puede ser un gran científico y a la vez un enano, o quizás hasta un criminal, desde el punto de vista moral; el segundo, que todo lo que se relaciona con las armas y la guerra está cubierto por una montaña de mentiras y, por último, el más importante: que las guerras no son un fenómeno “natural” e inevitable sino el resultado de elecciones hechas por seres humanos concretos; de elecciones hechas por tantos científicos y técnicos que no han dicho NO ante el uso destrucivo de sus descubrimientos y de sus conocimientos; de elecciones hechas por políticos, militares, industriales que han enmascarado o tergiversado la verdad acerca de la guerra y de las armas, que han encubierto sus ambiciones, sus deseos de poder y dinero con palabras tales como “patria”, “dios”, “libertad”, “cultura”, “civilización”, “nuestros valores”, etc.
En realidad, una enorme responsabilidad recae sobre los científicos y los técnicos. Si ellos pudieran decir NO a la utilización destructiva de la ciencia, si se creara un gran movimiento en contra de las armas y las guerras emanado de las universidades y centros de investigaciones de todo el mundo, entonces, los políticos y los militares tendrían un espacio muy reducido para aventuras bélicas de cualquier tipo.
Al escuchar este tipo de ideas, a menudo sentimos como un destello de entusiasmo, pero que bien pronto desaparece, cubierto por la forma de pensar cotidiana que nos reconduce a la brutal realidad de la violencia en guerras lejanas o cercanas que la televisión trae a nuestros hogares día tras día. Y después, una vez más nos decimos que se trataba de una linda utopía, pero que la realidad es ésta: la guerra forma parte de la humanidad, la guerra no se puede eliminar.
Quisiera ahora citar a una persona que quizás haya sido el más grande científico de nuestros tiempos, Albert Einstein, cuando en 1948, en una época en que la posibilidad de destruir todas las formas de vida del planeta con una guerra nuclear apareció en el horizonte de la historia del ser humano, dijo:
…“Nosotros, los científicos, cuyo trágico destino ha sido el hacer más horribles y eficientes los métodos de aniquilación, debemos considerar como nuestra obligación más solemne y elevada el hacer todo lo posible para evitar que estas armas se utilicen con el propósito brutal para el que han sido inventadas. ¿Qué otra tarea podría ser más importante? ¿Qué otro compromiso social podría estar más cerca de nuestros corazones?
“Lamentablemente, no hay indicación alguna que muestre que nuestros gobiernos sean conscientes de que la situación en la que se encuentra la humanidad nos obliga a tomar una serie de medidas revolucionarias. La situación actual no tiene nada en común con épocas pasadas, por lo tanto es imposible utilizar métodos e instrumentos que han demostrado ser suficientes en otros tiempos. Debemos revolucionar nuestra forma de pensar, nuestras acciones y debemos tener el valor de cambiar radicalmente también la relación entre las naciones. Los clichés del pasado ya no bastan hoy y, sin duda, serán obsoletos a futuro. Cerciorarnos de que todos los seres humanos comprendan todo esto es la función social más importante y decisiva que nosotros, como intelectuales, debemos llevar a cabo. ¿Tendremos el valor de superar los lazos nacionalistas hasta que logremos persuadir a los ciudadanos de todo el mundo para que cambien sus tradiciones más arraigadas?”
Estas palabras han sido extraídas del mensaje que Albert Einstein deseaba dirigir a la Conferencia de Intelectuales a Favor de la Paz en 1948. El comité organizador le impidió hacerlo y el mensaje fue publicado en la prensa el 29 de agosto de este año.
Creo que ha llegado el momento de retomar con decisión la trayectoria trazada por Einstein, y posteriormente por Andrei Sakharov, y desarrollar una ética de la ciencia, de acuerdo con la cual la ciencia no pueda ser utilizada con fines de destrucción, con fines bélicos.
De hecho, hoy en día, la ciencia está permeada de una “ambigüedad” que llega a su más profunda esencia. Por una parte, la ciencia puede permitir, por primera vez en la historia, liberar a la gran mayoría de los seres humanos de males como el hambre, la indigencia, las enfermedades que han acompañado a la humanidad durante todo su largo recorrido; por otra, puede transformarse en un mal aún más horrible, ya que es capaz de provocar una catástrofe global, o una guerra nuclear o un colapso ecológico.
Pero es en el así llamado Tercer Mundo, en aquellos países que eufemísticamente se llaman países en desarrollo, y donde vive el ochenta por ciento de la humanidad, que esta ambigüedad esencial de la ciencia actual se vive día a día más dramáticamente. Es bien sabido que la mayoría de los países africanos al sur del Sahara, por ejemplo, asignan al presupuesto armamentista la mitad de su producto bruto nacional e incluso la ayuda que reciben de países más ricos. Pero, ¿dónde se compran esas armas? En el Primer Mundo, ¡naturalmente! Existen supermercados de armas. En Europa, tenemos el escándalo anual de la Feria Internacional de las Armas que se celebra alternadamente en París y en Londres. Allí, grupos de altos militares, especialmente del Tercer Mundo, se reúnen para ir de compras y, al igual que en un supermercado, está el pasillo dedicado a los sistemas de puntería, otro para bombas inteligentes, un tercero para tanques, helicópteros de combate, aviones y así sucesivamente. Con precios competitivos, descuentos para los que compran más, cupones, etc. Un tanque armado cuesta un millón de dólares y esa cifra exacta podría comprar todas las medicinas necesarias para erradicar el paludismo o enfermedades infecciosas que son la causa principal de muerte para aquellas desafortunadas poblaciones africanas.
¿Qué hacer? En el último acto de la que quizás sea su obra de teatro más hermosa, “La vida de Galileo”, escrita durante una de las épocas de mayor tensión entre el Occidente y la URSS, Bertold Brecht nos muestra al padre de la ciencia occidental, ya anciano y enfermo, que medita sobre el sentido y el futuro de sus descubrimientos con su joven ayudante, Sarti. Sarti está por dejar Italia —donde es imposible continuar las investigaciones científicas debido a la condena de la iglesia— y lleva consigo los manuscritos inéditos de los descubrimientos de Galileo. Las investigaciones podrán continuarse en Holanda y el norte de Europa donde las condiciones son más favorables. Mirando hacia el futuro, Galileo ve que de su trabajo surgirá una “prole de enanos inventores”, dispuestos a venderse al mejor postor, deseosos de ser usados para cualquier fin por los ricos y poderosos. Pero esta prole nace de su propio error, su propio ejemplo. Si él, Galileo, no hubiera capitulado ante la Inquisición, si él hubiese dicho que no al poder, quizás sus discípulos habrían hecho lo mismo. Quizás la ciencia se habría desarrollado en forma diferente, quizás habría sido posible crear algo similar al “juramento” que Hipócrates, en los albores de la civilización occidental, creó para los médicos: el juramento de utilizar la ciencia únicamente para beneficiar a la humanidad.
Dejando a un lado la metáfora que propone la obra de Brecht, creo que esto debe ser el pilar principal de una ética de la ciencia: el uso de los descubrimientos científicos sólo para beneficio de la humanidad. Pero ¿cómo desarrollar y poner en práctica tal ética? Creo que la comunidad científica internacional deberá dedicar un enorme esfuerzo a la creación de formas de organización nuevas y diversas para poner en práctica ese principio fundamental. Podría ser un juramento solemne hecho por todos aquellos que ingresan al campo de la investigación; podría ser la creación de comités de ética —similares a los de bioética que ya existen en el campo de la genética— en cada universidad a través de los cuales se denuncie y rechace toda investigación con fines bélicos; podría ser el establecimiento de comités nacionales que trabajen en el sector político para luchar en contra de los grupos de interés armamentista, etc. Básicamente, un esfuerzo creativo para construir la ciencia humana del tercer milenio.
Esto es todo, gracias por su atención.